
Meses antes del mundial de Brasil 2014, el país era una olla a presión. La gente protestaba contra el gran gasto que se generó para construir y renovar los estadios para el mundial y los centros deportivos para las olimpiadas del 2016, pero también por los casos de corrupción que estaban manchando la gestión de los presidentes pertenecientes al Partido de los Trabajadores, Lula da Silva y Dilma Rousseff. La goleada que le infringió la selección de fútbol de Alemania a la brasileña pareció ser hasta un presagio de años donde el país se iba a sumir en la nube negra de la derrota, del llanto y del terror del fascismo del siglo XXI.
Es en ese clima de crítica social y política en el que la ultraderecha brasileña iba a tomar el control del país: con la expulsión de Dilma de la presidencia, la llegada transitoria al poder de Michel Temer y la posterior elección de Jair Bolsonaro. El recién electo presidente sabía que existía un altísimo rechazo a su figura entre vastos sectores de Brasil, por lo que la necesidad de encontrar elementos que mejoraran su imagen de autoritario era imperiosa.
El aprovechamiento político de Bolsonaro del uso de camisetas de fútbol se inició cuando, ya elegido, participó en la ceremonia en celebración del campeonato brasileño ganado por Palmeiras en 2018. El caso generó críticas en el club, entre las y los fanáticos, facciones de la hinchada y los medios de comunicación. Muchos lo apoyaron, incluida una buena parte de simpatizantes del club e incluso algunos jugadores, como el centrocampista Felipe Melo. Esta acción le recordó a Bolsonaro lo elemental que había sido el uso del fútbol en la dictadura brasileña de la cual él había participado hace años. Por ejemplo, las constantes visitas de Pelé a las autoridades militares o el campeonato mundial de 1970. O el caso sudamericano de la dictadura argentina y el mundial de 1978. Bolsonaro entendió que la política no solo se hacía vestido de traje, sino que también con una buena camiseta de fútbol.
El magistrado Sergio Moro fue la figura más destacada en la investigación en los casos de corrupción que desembocaron en el encarcelamiento del expresidente brasileño Lula Da Silva. En 2018, el mismo en el que salió electo Bolsonaro, nadie cuestionaría con fuerza la veracidad de las pruebas ni el juicio que lideró Moro. Este éxito llevó a que Jair Bolsonaro lo nombrara su ministro de Justicia, transmitiendo la sensación de que la batalla contra la corrupción sería la gran tarea del nuevo ministro. Meses después de su llegada al ministerio de Justicia, Moro fue cuestionado por el caso Lava Jato, el mismo que lo llevó a la fama, sufriendo varias críticas por sus fuentes, intenciones y manipulación de pruebas contra el expresidente. Nuevamente Jair Bolsonaro vio en el fútbol una opción para descomprimir la tensión y las críticas hacia su ministro.
El 13 de junio de 2019, el presidente brasileño invitó al ministro de Justicia a ver el partido del Flamengo, uno de los clubes de fútbol más populares del país. En medio del partido, adherentes al presidente le entregaron camisetas y, en medio de los gritos, Bolsonaro y el ministro Moro se visten de rojo y negro, provocando el aplauso de la platea del Flamengo. En abril de 2020, el ministro de Justicia renunció al gobierno de Bolsonaro en medio de los cuestionamientos por su persecución al ex presidente Lula, juicio que hace algunas semanas fue anulado.
Meses después de vestirse con la camiseta del Flamengo, Bolsonaro quiso demostrar su popularidad nuevamente, pero esta vez no desde el palco, sino que desde la cancha. En el debut de Brasil en la Copa América 2019, durante el descanso, Bolsonaro dejó la platea y fue al borde del césped, desde donde saludó a la gente y fue aplaudido por la multitud. Nuevamente, el fútbol fue un recurso que el presidente usó para el aplauso fácil, para demostrar popularidad y cariño. Y como muestra del escaso interés, conocimiento y fanatismo del presidente por el deporte rey, a mediados de 2020, en medio de la grave crisis sanitaria que ha generado la pandemia en Brasil, Jair Bolsonaro se puso la camiseta de Corinthians, la cual fue obsequiada por el exjugador Marcelinho. ¿Qué representa esto? En primera instancia, que Bolsonaro no está identificado con ningún club, ya que, pese a ser reconocido como hincha del Palmeiras, no tuvo temor en posar para las cámaras con la camiseta del Corinthians, uno de los principales rivales del Verdão. Y en segunda instancia, nos demuestra su interés por buscar adherentes en distintos refugios populares, sin importar el lazo del Timão con los sectores más progresistas de Sao Paulo, la lucha que lideró este club durante la dictadura que el presidente defendió ni, obviamente, la rivalidad que hay entre el Palmeiras y el Corinthians.
La pregunta ahora es: ¿por qué utilizar el fútbol? Fácil, el presidente sabe que su imagen provoca un fuerte rechazo en los sectores más populares de Brasil y el fútbol es una herramienta para demostrar una imagen de cercanía, casi un brasileño más que vibra con la pasión de multitudes.
Podríamos escribir páginas y páginas sobre el uso político y social del fútbol, pero queremos destacar que, más que una política organizada para controlar y usar sistemáticamente este deporte por parte del presidente, es un uso de marketing, la búsqueda de escapatoria cada vez que los problemas aquejan al gobernante. Ir a un partido de fútbol, estar en la galería, vestir una camiseta de fútbol, le da al presidente el título de presidente ‘boleiro’. Y parece que Bolsonaro, como el político popular en el que se ha convertido, ha descubierto que en el fútbol puede ser visto como un líder humilde, «alguien como cualquiera», y que este deporte puede ayudar a mantener la opinión de sus seguidores en su gobierno. Estar conectado al mundo de la pelota puede generar beneficios para el presidente; vestir una camiseta lo integra a una comunidad, imaginaria quizás, pero comunidad en fin.