
Pablo Alabarces es, quizás, uno de los estudiosos del fútbol como fenómeno cultural de masas más importante de América Latina. Sin ser estrictamente sociólogo de formación -estudió Licenciatura en Letras en la Universidad de Buenos Aires, aunque sus postgrados lo dirigieron a aquella área-, sus contribuciones en el campo de la sociología de eventos masivos -y del fútbol, en particular- son innegables. En libros como “Fútbol y patria”, “Fútbol y aguante”, “Futbologías” o “Historia mínima del fútbol en América Latina” explora distintos aspectos históricos, sociales y culturales del fútbol, entre los que destaca la violencia que se vive alrededor de este deporte. Y en su calidad de experto, ha sido invitado más de una vez para discutir sobre el fenómeno en programas de televisión o, incluso, sesiones políticas. En la siguiente entrevista, se refiere a dicha violencia y a cómo las comunicaciones, en particular el periodismo deportivo, se hacen parte de este fenómeno.
¿Cuáles son las claves que explican el origen de la violencia en el fútbol?
No hay una respuesta única o una respuesta universal. Podemos hablar de lo que no es la violencia en el fútbol. Lo que no es, es la acción de individuos o sujetos excepcionales que, porque son intrínsecamente violentos, les encanta producir, provocar y desplegar violencia en torno al fútbol. Eso es lo único en lo que absolutamente todos los estudios contemporáneos en todo el mundo coinciden. Esa no es una explicación de la violencia. Y esa es la explicación a la que normalmente se recurre desde el punto de vista de la política o del periodismo deportivo. Por ejemplo, la forma de nombrar a quienes participan en sucesos de violencia en la prensa de Argentina es “los violentos”. Sin ir más lejos, durante el sepelio de Maradona, cuando hubo una serie de incidentes con supuestos miembros de barras en el funeral en la casa Rosada, hasta el propio presidente echó mano de eso diciendo “bueno, es que hubo algunos violentos”. Entonces, lo que es seguro es que esa explicación, adjudicando una condición intrínsecamente violenta a ciertos sujetos excepcionales, no es una explicación. Pero al mismo tiempo, es la explicación en la cual coinciden todos los políticos, las fuerzas policiales inclusive, y el periodismo deportivo. Esto es: hay violencia en el fútbol porque hay sujetos violentos.
La violencia responde a factores múltiples, a factores muy variados, y además depende mucho de cada cultura futbolística. No es lo mismo en la Argentina que en Chile, que en México, en Ecuador, en Brasil, en Uruguay o en Colombia. Son fenómenos distintos.
¿A qué se debe, entonces, la diferencia entre el fenómeno estudiado y lo que se termina comunicando después?
A grandes rasgos, los que estudiamos el tema, sabemos. Los que, en cambio, opinan sobre el tema, escriben sobre el tema, y lo que es peor, tienen que diagnosticar y producir políticas, no saben o prefieren no saber. Entre otras cosas porque, en el caso argentino, uno de los factores más notorios es una complicidad absoluta de todos los sectores que están dentro de la cultura futbolística, incluidos los periodistas. Los periodistas también mantienen relaciones tortuosas y de complicidad con algunos de los actores de la violencia, entre otros, los dirigentes deportivos. Entonces, la no explicación, esa explicación falaz según la cual los responsables son ciertos sujetos excepcionales, le conviene a todos para mantener el estado de cosas. Desgañitarse diciendo que la violencia debe ser combatida, debe ser expulsada del estadio para que vuelva la familia a la cancha, para que vuelva la familia al estadio. Algo muy divertido, porque la familia debería volver a un lugar en el que nunca estuvo.
¿Por qué no?
Porque el público de los estadios latinoamericanos no es familiar. Es básicamente masculino. En los últimos años se han sumado muchas mujeres, pero mujeres jóvenes, no madres de familia con sus hijos. El ritual de asistencia a los estadios en toda América Latina es un ritual masculino. Entonces, si entendemos como familia solamente al padre con los hijos, una relación puramente monoparental, la familia podría volver. Esa idea de que la familia vuelva al estadio habla de esta ignorancia que organiza toda la cuestión. La ignorancia y, además, la complicidad de aquello que se sabe. Por ejemplo, dos elementos. Uno es puramente argentino, la relación de las llamadas barras con dineros, esto es, cómo las barras entran en relaciones, en transacciones económicas bastante complejas, bastante tortuosas y que, en algunos casos, implican muchísimo dinero. El periodista explica rápidamente esto diciendo que la barra recibe dinero por el manejo de una serie de negocios callejeros, la venta ambulante, el estacionamiento cerca del estadio o el tráfico de drogas. Primero, ninguna barra vive de eso porque es poco dinero en relación con las sumas que manejan, incluso el tráfico, que en este caso es más de menudeo. En segundo lugar, la calle está controlada por la policía, por lo cual, todo el negocio que ocurre allí, en realidad es en complicidad con la policía. Es la policía la que cede el espacio a cambio de una retribución. Decir esto, que las policías organizan, entre comillas, el delito callejero, es algo que ningún político o periodista puede decir. Entre otras cosas, porque no lo puede probar.
¿De dónde procede este dinero, entonces?
Fundamentalmente de las relaciones de complicidad con las dirigencias deportivas, que inclusive ceden a la barra el control de porcentajes del pase de jugadores. A cambio de estas negociaciones, la barra opera como factor de presión. Ese es un elemento muy potente en el caso argentino y que no se repite en el resto de América Latina, al menos hasta donde yo lo he podido trabajar y detectar. Ese negocio implica dinero clandestino, dinero negro que escapa a la supervisión del Estado y de las instituciones futbolísticas, pero ¿por qué escapa? Porque son cómplices en estos recorridos.
¿Hay factores comunes en América Latina?
Un elemento más común en toda América Latina es la organización de las conductas de todo el fútbol, no solamente de las llamadas barras bravas, en torno a lo que hemos llamado una lógica moral del aguante y de la masculinidad. Según esta, pelearse no solo está bien, sino que es obligación para mostrar que se posee esa masculinidad. Nuestra hipótesis de trabajo, bastante probada en la Argentina y con buenos resultados en el resto de América Latina, sostiene que toda la cultura futbolística es profundamente masculina y patriarcal y, en consecuencia, todos los actores deben demostrar su condición de hombre. Los jugadores, jugando como hombres; los dirigentes, defendiendo los derechos del club como hombres; los hinchas, defendiendo el honor, defendiendo la tradición del club como hombres. ¿Cuándo se prueba quién es más hombre que otro? En la pelea. Entonces, afirmar esa condición masculina está estrechamente ligado a conductas violentas que permiten demostrar esa condición masculina. Si uno retrocede en la batalla, retrocede en la lucha, pierde la condición masculina, por lo tanto deja de ser un hombre y, esto es lo más interesante de estas conductas, no pasa a ser una mujer, pasa a ser un no-hombre. El eje polar es hombre/no-hombre, no hombre/mujer. Las mujeres están fuera del universo futbolero.
Entonces, ¿se puede hablar de una cierta moral organizada que rige estas conductas?
Lo fundamental es entender que la violencia no es ni espontaneidad, ni una conducta amoral, ni desclasada, ni extraordinaria. Es una conducta minuciosamente organizada en torno de una lógica moral que exige la pelea. Es decir, la pelea no es la excepción, la pelea pasa a ser la regla. Entonces, en el momento en que esa lógica moral organiza las conductas de los participantes, esas conductas son previsibles. Conociendo este patrón moral que organiza las conductas, uno puede prever qué conductas se van a manifestar. La violencia deja de ser “oh, qué sorpresa, se han peleado, son sujetos excepcionales, violentos por naturaleza”. ¡No! Un ejemplo: los hinchas de un equipo que se va al descenso están obligados, porque hay una moral que así lo rige, a demostrar que, aunque han sido relegados, siguen siendo machos. ¿Cómo tienen que demostrar eso? Bueno, produciendo una suerte de lavado de la afrenta al honor que demuestre que, aunque se vayan al descenso, siguen siendo machos. Por lo tanto, en un encuentro, en un partido en el cual se disputa la permanencia en una primera división, siempre va a haber desórdenes. Hay un caso excepcional hace pocos años en el que estaba tan anunciado ese descenso y tan anunciado que iba a haber desórdenes, que los hinchas decidieron no hacerlos, lo cual también demuestra que no se trata de conductas excepcionales, sino de conductas muy organizadas por estos códigos morales que son, insisto, no excepcionales. Son comunitarios. La cultura futbolística está organizada por estos códigos.
Con respecto a la imagen comunicada del hincha, ¿podríamos decir que se habla de éste como un criminal?
Claro. Y es peor: eso organiza, además, y valga la redundancia, organiza la organización. ¿Qué quiero decir? Que el fútbol latinoamericano se organiza como un espectáculo al cual van a asistir un montón de “criminales hasta que se demuestre lo contrario”. El fútbol latinoamericano invierte el derecho liberal, que afirma que todo sujeto es inocente hasta que se demuestre lo contrario. El fútbol latinoamericano sostiene que todos los hinchas son culpables hasta que se demuestre lo contrario. El que no es criminal ya desplegado, es un criminal en potencia. Por lo tanto, la gestión de los espectáculos de masa son gestiones policiales porque, claro, no se van a encontrar con un público con ciertos derechos ciudadanos o derechos como consumidores, sino que se van a encontrar con un montón de potenciales o reales criminales. Por lo tanto, debe tratárselo de esa manera.
¿Cómo se conjuga esta idea del hincha criminal, casi un ser irracional, con los grupos políticos que nacen al alero de los clubes -por ejemplo, los colectivos antifascistas y feministas-? ¿Se les invisibiliza desde la comunicación para mantener el relato?
Sí, yo creo que sí. Es un fenómeno muy nuevo, la distancia entre los hinchas y las militancias políticas era bastante. Creo que un caso particular fue Chile, fundamentalmente luego de la reforma de Piñera que privatizó los clubes. Ahí, hasta donde yo entiendo, empieza una relación bastante interesante de las barras con los grupos políticos. Lo que yo he conocido, lo que he leído, las conversaciones que he tenido, muestra que ahí había una relación entre los hinchas y su defensa del club como propio, esa reivindicación moral muy potente en el fútbol. En el caso argentino, hace cinco años, si no recuerdo mal, surgió la Coordinadora de Hinchas, el primer intento de un organismo, algo que es una vieja pelea mía, de la idea de que los hinchas se transformen en organismos de la sociedad civil y se vuelvan visibles en tanto grupos de la sociedad civil que militaban por sus derechos. Esto formó el fuerte de la coordinadora. Aparecieron también los grupos antifascistas y feministas, que es otro de los datos muy interesantes de América Latina. La respuesta de la prensa frente a eso es, o la invisibilización, o maltratarlos como si fueran barras tradicionales.
Sobre este último punto, algunos teóricos se han referido a la prensa deportiva como cortesana, como parte de la corte, que no toma espacio ni puede criticar. ¿Qué opina al respecto?
Todo lo que he visto en América Latina es eso. Es parte de un sistema, es parte de una cultura. No lo dije cuando trataba de explicar lo que entendía como la lógica moral del aguante. Siempre hay voces, periodistas en este caso, que se separan de formar parte de la corte. El resto, que son los hegemónicos, especialmente muy visibles en el caso de las televisoras, participa de ese sistema moral según el cual hay que ser macho para jugar al fútbol. Entonces, uno se encuentra con que no pueden poner distancia de ese lenguaje porque es su propio lenguaje. La mayoría de los periodistas deportivos no puede objetivar su práctica. No puede tomar distancia y pensar respecto de lo que hace, sino que avanza dentro de un lenguaje que habla por ellos. Lo que de Saussure, fundador de la lingüística, decía era que nosotros no hablamos el lenguaje, sino que somos hablados por el lenguaje. Bueno, el periodista deportivo normalmente es hablado por un lenguaje, no puede poner distancia respecto de él. Y cuando digo un lenguaje, digo también un sistema, una concepción general del mundo, de la vida, de lo que está bien y lo que está mal. Lo que está bien para esos periodistas suele ser lo que está mal para muchos de los hinchas y para varios de los observadores, pero si está bien para ellos, es un imperativo categórico absoluto. No pueden admitir la posibilidad de una pluralidad, no admiten el disenso. Y es que forman parte de ese lenguaje, no pueden discutir ese lenguaje.
Hinchadas políticas

¿Qué opinión tienes de los colectivos antifascistas dentro de las hinchadas?
Por un lado, me resultan de una extrema simpatía porque permiten vehiculizar toda una energía muy potente que está en las hinchadas en direcciones, creo yo, más correctas que la mera definición de oposiciones entre los clubes. Para mí, lo que une a los hinchas es más esa condición del hincha, de los contratos afectivos, que las oposiciones particulares que pueda haber entre dos clubes. En segundo lugar, más analíticamente, creo que están señalando un cambio, usando una palabra pasada de moda, desalienante. Es como que los hinchas se separan de esa alienación monstruosa que les generaba una relación a la que llamaban pasional. Creo que al introducir este tipo de elementos, hay cierta desalienación en el sentido de que los hinchas pueden cortar esa “relación pasional”, le ponen un freno y dicen “bueno, hay otras cosas a las cuales prestarle atención”. Creo que, nuevamente, el caso chileno es uno de los más interesantes. Porque los sucesos de la última parte del año 2019 que mostraron a las barras en acción en las calles vinculadas al reclamo político es un suceso absolutamente original en América Latina. Puede haber habido algo en los disturbios de diciembre de 2001 en la Argentina. Yo, que estaba en la calle en ese momento, reconocí con bastante claridad que lo que aparecía en la pelea callejera contra la policía era el entrenamiento que los hinchas habían ganado en los estadios. Pero, a diferencia del fenómeno chileno, no apareció allí la identificación partidaria pegada a la futbolística. Esto es, el entrenamiento como hincha estaba, pero no aparecía la afiliación, como sí estaba en el caso chileno de octubre de 2019.
De hecho, colectivos antifascistas de Perú también citan el caso chileno como ejemplo de su actuar en las manifestaciones de 2020.
Es que es muy posible. Ahí hay una ventaja que es lo que, insisto, yo vi en el 2001 en las manifestaciones callejeras en Argentina, que es el esmerado entrenamiento que tienen los hinchas del fútbol en la pelea con la policía. Son los sujetos más entrenados del colectivo social. Nadie disputa tanto y tan seguido con la policía, lo cual les da una cierta situación de ventaja, por decirlo de alguna manera. Y hay algo muy interesante: no hay ultraderecha vinculada al fútbol en América Latina, a diferencia de lo que ocurre en el este europeo, donde en general, son los ultras los que organizan. Los británicos descubrieron que, salvo una hinchada minúscula del Millwall, en general no había vinculación con la extrema derecha. El caso español, por ejemplo, había de ambos bandos, igual que en el caso italiano. Podría haber hinchadas profundamente fascistas como la de la Lazio, o hinchadas profundamente comunistas pre-caída del muro, como la del Livorno. En cambio, al este de Europa, la organización es básicamente fascista y de ultraderecha. Más allá de, por supuesto, conductas racistas que abundan en América Latina, no hay peso de la ultraderecha en las hinchadas. Pero no hay, en general, ultraderecha de masas en América Latina, lo que implica que tampoco la haya en el fútbol.