
Por Daniel Albornoz Vásquez
Presidente de la Asociación Hinchas Azules
Estamos a menos de un mes del muy probable inicio de un proceso constituyente para Chile. La deliberación soberana de la ciudadanía chilena del 25 de octubre frente a la pregunta plebiscitada, es un ejercicio de democracia un poco distinto del típico: el de la elección de representantes. En este caso, no se trata de ceder el poder de decisión, sino ejercerlo. Es momento de significar la soberanía del pueblo sobre su espacio.
En la imaginación obligada de una nueva Constitución, en la Asociación Hinchas Azules, así como en muchas otras organizaciones, la cuestión constitucional gira en torno a la posición del deporte en el desarrollo individual y social. Así, un objetivo básico que es mencionado en múltiples espacios, es el de consagrar al deporte como un derecho social. Las principales razones que se esbozan tienen que ver, en lo individual, con garantizar el acceso a una vida sana mediante el desarrollo de la actividad física y en lo social, con el propiciar el ejercicio de la recreación mediante la práctica del deporte o el disfrute del espectáculo deportivo de alto nivel.
Un aspecto que aún no aparece lo suficientemente preponderante, y que es actualmente objeto permanente de invisibilización, infantilización y/o criminalización, es el de la cultura de los clubes. Los clubes, así sean compuestos por un par de decenas de entusiastas en algún barrio o localidad, o los grandes clubes que movilizan las pasiones de cientos de miles en vastos territorios son, indiscutiblemente, unidades comunitarias con una identidad, espacios simbólicos de desarrollo humano.
Soy parte de la comunidad que compone, en su humanidad física y moral, al Club Universidad de Chile. El club representa una unidad cultural innegable, sostenida en prácticas, ritos, símbolos, relatos y valores que se producen y reproducen en el encuentro comunitario, a diversas escalas y territorios, entre quienes, como yo, se identifican con esta unidad cultural.
Esta afirmación es incómoda para la definición que reduce el rol del deporte profesional de interés masivo a su aspecto consumista y orientado meramente al espectáculo; es una larga disyuntiva, cuya falaz simplificación a la comparación con el cine queda desnuda ante la evidencia del arraigo identitario, la fuerza creativa y eminentemente social que compone a las hinchadas de los clubes, a las personas que se reúnen en torno a un club, a una idea, a un color.
Si convenimos en la existencia de la cultura de clubes, entonces debemos comprender que es un deber resguardar el patrimonio cultural inmaterial que producen, pues se debe respetar, valorar y apoyar la creación y recreación de la cultura de toda comunidad que compone la sociedad.
Es esencial permitir que estos espacios tengan cabida en la sociedad, encuentren los medios para desarrollarse y se propicie su sano crecimiento para beneficio de sus participantes y sus entornos. Para ello, este aspecto del derecho social al deporte debe relacionarse constructivamente con todos los demás Derechos Humanos y sociales que la sociedad reconoce. Es evidente que no se trata de permitir cualquier aspecto sociocultural de la cultura de los clubes, pues sin duda en esos espacios se dan algunas prácticas que quebrantan otros derechos, pero eso no es una particularidad de este espacio.
Pero, por sobre todo, si se reconoce el valor cultural, se debe reconocer a la comunidad que lo crea y sostiene. La cultura de los clubes pone la soberanía de su comunidad en tensión evidente con el fútbol de mercado, ordenamiento actual que otorga el poder de deliberación a entidades con fines de lucro, esencialmente desconectadas de la cultura que los clubes representan.
Cada club tiene su cultura, desde un origen hasta una actualidad. En ese manifiesto de permanente revisión y evolución, puede haber un sin número de actorías. Un club fundado por una empresa para cumplir un rol social entre sus trabajadores bien puede mantener una sana relación entre una visión empresarial en su administración con, seguramente, la visión sindical que le dará su cuerpo de trabajadores. Podría imaginarse a Huachipato en esta convivencia. Un club ligado a una unidad territorial, como una ciudad, seguramente verá en su seno el diálogo del desarrollo de la urbe, de su relación con el deporte y la recreación de su ciudadanía, y serán quienes allí habiten quienes decidirán de mejor forma cómo ese club contribuye a su desarrollo, como puede ser el ejemplo del club Coquimbo Unido.
El caso de la “U” tiene sus particularidades, cómo no. En la “U” se construye y reconstruye una visión crítica, humanista, resiliente en la práctica, idealista en la motivación. Esta herencia responde necesariamente al proceso que le dio vida, que tiene raíces en el deporte estudiantil, en la visión de desarrollo país de la Casa de Bello, en la cultura de masas de los clásicos universitarios, en la profunda pedagogía de la formación de deportistas integrales, en el arraigo popular de un club social de impacto continental. Todas esas vertientes merecen un reconocimiento como partes constitutivas y deliberantes de este cuerpo intermedio de nuestra sociedad. Hoy, la deliberación está en las manos de una sola persona porque tiene dinero. Existe una tensión evidente entre la comunidad que define el espacio identitario cultural y el ente que la administra, que no responde a nadie ni persigue los fines que la cultura del club crea y recrea en todos los rincones donde se vive a la “U”.
No se trata de una tensión aislada. Decenas de años de trabajo, o más, han construido un difícil camino hacia el respeto de la autonomía de pueblos originarios, un sustento jurídico y político que ha entregado paulatinamente espacio a comunidades avasalladas por los estado-nación occidentales para que se desarrollen por derecho propio. En el caso de los clubes, es el imperio de las empresas y el libre mercado las que han logrado desplazar a las bases sociales de la libre determinación.
Si este momento histórico de revisión de las definiciones de nuestro ordenamiento social y político fue impulsado por una masa humana sin precedentes, entonces es ahí donde se debe observar puntos clave que necesitan, con urgencia, reordenarse. Entre ellos, y en lo simbólico, aparecieron espontáneamente las banderas de pueblos originarios. También, los colores de los clubes. No es casualidad: aquí también hay una cancha mal delineada.
El deporte es la práctica de una actividad física disciplinada, también es un espacio de confluencia de una comunidad en torno al desarrollo de esta práctica, también un espectáculo de masas y, también, un cuerpo intermedio, en el que las comunidades encuentran el marco de su desarrollo, en que la cultura se crea, recrea y evoluciona, en que la corporalidad física y moral de las personas y de los colectivos se supera a sí misma. Todo esto es el deporte. Pero carece de la libertad que otorga la autodeterminación, pues no está consagrado el derecho de la comunidad deportiva a administrar su propio espacio constitutivo: los clubes.