
Por Boris Sepúlveda
Caminar con mi nieto por las calles de París tras ir al estadio es todo un agrado. Él habla un perfecto francés: mi hijo nació acá en Europa, estudió y se casó con una mujer que solo sabe que Chile es un país al fin del mundo. Yo llegué aquí hace más de cuarenta años, arrancando de la dictadura militar, dejando atrás la pobreza de mi comuna, una familia quebrada y una nube de terror que cubrió a mi país durante décadas. Pero mi nieto nada de eso sabe, para él, soy el tata que lo lleva al estadio, que comparte la pasión por el fútbol y que siempre lo abraza en cada gol. El tiempo nos ha llevado a curar las heridas y ha dejado en el olvido los motivos que me trajeron al viejo continente.
Mi casa es el refugio de un chileno que añora su tierra; chupallas, fotos y olores a comida chilena son la atmósfera de un departamento parisino. Ahí, mi nieto se queda con el tata, come empolvados chilenos y disfruta de la televisión. En ese zapping por los canales aparece una noticia: Chile ganó la Copa América. La televisión destacaba la derrota del equipo de Messi y el penal de Alexis Sánchez. Él me felicita por el triunfo de mi país, me consulta por mi tierra y me hace la siguiente pregunta: “¿Tata, tú conoces ese estadio donde ganó Chile?” Le digo que sí y empiezo mi relato.
Tenía 17 años, hijo de inquilinos de la zona de Buin, aficionado al fútbol, al folclore y colocolino de corazón.
– ¿Ese equipo donde sale un indio en el escudo?- consultó mi nieto.
– Ese, mijito, el más popular de mi país. Representa a la gente humilde y esforzada de Chile. En ese año, 1973, Colo-Colo estaba haciendo un campañón en la Copa Libertadores, llegó a la final y perdió en un tercer partido en Uruguay. Con mi padre éramos fanáticos, seguíamos todos los partidos por la radio y celebrábamos cada gol.
– ¿Y por qué no iban al estadio a ver sus partidos?- preguntó con su inocencia de niño.
– Mi nieto querido, en esos tiempos, yo con suerte tenía para vestirme. Éramos muy pobres, estábamos en una situación política especial y no podíamos dejar el campo. Con mi padre, tíos y vecinos nos tomamos el fundo donde trabajamos durante años. Buscábamos ser dueños de esa tierra, lograr disfrutar de sus frutos y soñar con un nuevo mañana. Esos partidos por la radio eran un ejemplo de lucha, la misma que nosotros estábamos dando en el campo y en Chile, defendiendo al gobierno socialista de Salvador Allende de los poderosos del país y del mundo.
– ¿Es el caballero de la foto que está en tu escritorio?- dijo mientras indicaba con su mano.
– Sí, mi niño, el mismo que, lamentablemente, fue derrocado a los meses después. Con el tata fuimos detenidos ese mismo día mientras escuchábamos la radio tratando de saber todo lo que estaba pasando. Llegaron los Carabineros en los autos de unos vecinos muy ricos, nos trasladaron a la comisaría, nos sacaron la ropa y nos tuvieron durante horas en el patio. Fui separado de mi padre, solo lo vi caminar junto a los carabineros sin saber que esa sería la última imagen que tendría de él. Horas después, me subieron a un camión de ganado y, con otras personas, nos trasladaron de noche sin saber dónde terminaríamos. El temor que sentí fue tremendo, pensaba en mi padre y mi madre, los extrañaba y quería volver a mi casa. Cuando nos bajamos, quedé sorprendido: por primera vez mis ojos veían el Estadio Nacional, el mismo donde Carlos Caszely había batido tantas redes, donde Chile jugó el mundial del 62 y donde siempre quise estar. Ahí nos hicieron pasar, caminé por la escotilla, subí las escaleras y por primera vez me senté en la galería del Nacional. No como hincha, sino como preso.
– ¿O sea, tata, el estadio se transformó en un campo de concentración como los de los judíos en la guerra mundial?- así preguntó, como aplicando lo aprendido en sus clases.
– Así mismo, todos estábamos juntos, abrigados con algunas frazadas. Teníamos un número y estábamos custodiados por militares. Al otro día, me llevaron a un interrogatorio, fui fuertemente golpeado, me preguntaron por unas supuestas armas que teníamos en el campo, cuestión que jamás existió, si con suerte teníamos herramientas para trabajar la tierra. Nos patearon, mojaron y me aplicaron cargas eléctricas en el cuerpo. Creo que lloré como nunca en mi vida. Las noches eran un terror, los gritos de los interrogatorios, el himno nacional y el constante temor.
– ¿Y cómo lograste salir de ahí, tata?- preguntó con voz apretada.
– Mira, fui interrogado unas dos veces más. Siguieron las consultas por las armas, por una supuesta ayuda cubana y por mis lazos políticos. Yo no sabía de nada, era el hijo de un inquilino, con suerte fui al colegio un tiempo. A la ciudad de Santiago la conocí a los 8 años y jamás había visto el mar. Después de unos 20 días, fui liberado. Me hicieron firmar un documento donde me comprometía a no participar de actividades políticas, di una vuelta por Santiago, logré llegar a la estación de trenes y llegue a mi casa. Ahí, mi madre me abrazó, lloró, me contó de la desaparición de mi padre y de los rumores de que había sido fusilado junto a otros vecinos. Tomamos nuestras cosas y a los días nos fuimos de regreso a la capital. Encontré trabajo en una panadería, mientras, mi madre planchaba ropa a la gente de plata y logramos reunir el dinero para irnos del país. Primero estuvimos unos años en Venezuela y de ahí llegamos a Francia, donde me quedé, conocí a tu abuela y nacieron tu padre y tu tía.
Mi nieto me abrazó, sus ojos estaban llenos de lágrimas, se quedó en mi pecho y me pidió que nunca más vuelva a Chile. Yo le dije que se tranquilizara, que al menos ese estadio hoy estaba lleno de alegría, que el pueblo se llenó de felicidad y el Nacional hoy es un lugar para el deporte, tal como los estadios que domingo a domingo visitamos para gritar un gol.
Lo fui a acostar, le di un beso en la frente y me senté a mirar la única foto que tengo con mi padre. Han pasado más de cuatro décadas y aún siento que, en cualquier momento, al fin me llevará al Nacional a ver un partido de nuestro querido Colo-Colo.