
Por Boris Sepúlveda Rivera
Creador de Justicia Divina
Yo creo que todos en nuestras vidas hemos tenido un amigo al que le dicen pollo. Quizás en algún curso del colegio, amigo del barrio o compañero de trabajo: el azar siempre pone en tu camino a un hombre con cara de plumífero. Por lo general, son flacos y con rasgos que hacen que su cara sea parecida a un pollo, pero hay de distintas variedades. Entre los más comunes están los buenos para las tallas, los mateos, los solidarios, los que juegan bien a la pelota o los que simplemente no hacen nada. Bueno, el pollo del que yo les voy a contar tiene un poco de todo eso.
Corría el año 2008, estaba estudiando la carrera de Historia. El camino para llegar ahí fue difícil, pero de todas maneras nos cruzamos. Él venía de un liceo emblemático en Providencia y yo de un subvencionado de Maipú, aunque ambos vivíamos en sectores populares del poniente de Santiago. De primeras hicimos muy buena amistad, realizábamos los trabajos juntos, le pusimos sobrenombres a la mitad de la carrera y varias veces nos aconsejamos sobre penas de amor. Pero nuestra mayor pasión la compartíamos: el fútbol. Ambos sabíamos siempre de lo que estaba pasando en el planeta gol, éramos y somos fanáticos de las camisetas y seguidores apasionados de nuestro querido Colo-Colo. Todo esto nos llevó a conocer más compañeros que compartían nuestra pasión por la historia, las cervezas y el buen fútbol; nos reuníamos viernes a viernes en alguna pichanga organizada en los recreos entre cada clase. Al principio, nuestros físicos de jóvenes recién salidos del colegio lograban contrarrestar nuestro escaso talento deportivo, pero con el pasar de los tiempos y la suma de varios kilos que fueron obtenidos con muchos completos y cervezas, fuimos ganándonos la fama de ser el equipo más malo de la carrera. Es verdad, no lo vamos a negar: éramos malos, varias veces perdimos por hasta 10 de diferencia, recibimos goles humillantes y papelones dignos de cualquier sesión de chascarros. Pero nuestro club era algo místico, tenía magia. Eso hacía que nos valoraran por nuestro espíritu guerrero, solidario, amistoso y siempre alegre, elementos que llevaron a nuestro equipo, Las Primas del Sur F.C, a ser el elenco más querido y reconocido de toda la carrera.
El pollo jugaba un rol primordial en el equipo, siempre organizando los partidos, buscando camisetas y canchas para jugar, incorporando a la mitad de los nuevos jugadores y, no sé cómo lo hacía, pero siempre tenía tiempo para ir a los partidos, sin importar el día, clima o plata.
Para mi, el pollo demostró de qué estaba hecho en un partido que, estoy seguro, casi nadie recuerda.
No se bien que año fue, pero el día anterior íbamos juntos en la micro. Entre risas, temas de la carrera y planificación del partido del día siguiente, me contó que su abuelita estaba muy enferma en casa, que estaban esperando lo peor. Yo quedé un poco sorprendido, ya que nunca lo había visto distinto, siempre había sido el mismo y, si no me contaba, no habría pensado que estaba viviendo esa situación. Me contó también que la abuela de su polola -y actual esposa- había fallecido, y que la estaban velando en la casa del pollo. Eso me hizo pensar en la pena que debía estar viviendo mi amigo, en el difícil momento que estaba pasando y en lo complicado, si no decir imposible, que sería que jugara el partido que teníamos fijado para el día siguiente. Hablé con el resto del equipo y decidimos presentarnos a jugar igual; no podíamos darnos el lujo de deshonrar nuestro prestigio y perder de esa forma. Además, con o sin el pollo íbamos a perder igual contra un equipo que estaba muy arriba en la tabla.
Al otro día, nos empezamos a reunir de a poco en la cancha. Llegaron los de siempre, los fundadores, los que saben lo que es perder por goleada, empatar con sabor a victoria y celebrar un clásico ganado de forma épica. El Checho, el Eric, el Sutra, el Walala, el Zeta y yo. Les conté lo que le estaba pasando al pollo y que no creía que viniera al partido, lo que fue un gol en contra casi de entrada para la moral del club. Nunca habíamos jugado sin él y se iba a sentir su ausencia. Casi con la derrota firmada nos fuimos a equipar, salieron algunas tallas y el ánimo se empezó a recobrar. En ese momento entró el pollo al camarín, con su bolso al hombro, camiseta de Argentina y melena rebelde. Lo saludamos y le mostramos nuestro pesar por lo de su abuelita; nos agradeció, pero cambió rápidamente el tema. Me pareció que quería olvidarse de la pena con un poco de fútbol.
Llegamos a la cancha y empezó el partido. Todo fue más o menos normal: yo, como siempre, a la banca, a esperar que alguno se cansara o la vergüenza de su mal rendimiento lo hiciera pedir cambio. El Checho peleó cada pelota, el Eric pegó varias patadas y el Walala corrió tras cada jugador. Pero el pollo lo dio todo: gritó y nos increpó como cada partido, sufrió cada gol en contra, saltó y buscó cada balón, sacó los laterales y hasta se aventuró con algún tiro libre. Yo, mientras lo miraba, hasta dudé de lo que le había pasado la noche anterior. Cualquiera que lo hubiera visto jugar habría pensado que todo estaba totalmente normal y que nada lo estaba atormentado. Fue durante esos momentos cuando una pelota al centro del área lo encontró solo, pateó al arco y marcó nuestro único gol del encuentro. Lo abrazamos y, mientras gritábamos, caminó solo por la cancha y sé que al mirar al cielo, se lo dedico a su abuela y se sacó todo lo que tenía contenido de esos días.
El resultado no sé cuánto fue, pero sin duda perdimos. Solo recuerdo que ese día, el pollo demostró que para las primas siempre iba a estar, que somos una de sus prioridades y que jamás nos dejaría, ni en las peores. Recuerdo que se fue al tiro al terminar el encuentro, pero su imagen siempre quedará en la historia del club. Por eso, al hacer nuestras camisetas, él escogió la 10 y nadie lo cuestionó, porque para quienes saben de este deporte, el que lleva esa camiseta carga con la responsabilidad del club, de la historia y del talento, cosas que el pollo demostró esa tarde de vida universitaria.
Yo también tengo un amigo que le dicen pollo, al igual que muchos, pero el mío juega con la 10 y la incondicionalidad es su mejor apellido.
Este relato es parte del Ciclo de Lecturas Deportivas. Puedes enviarnos tu escrito a contacto@revistaobdulio.org
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