La historia del chuncho y del albo que le enseñó a amar el fútbol

Por Odiseo
Cronista y escritor

Si no fuera más que un pedazo de cartón, podría entenderte. Si no fuera más que una butaca, tendría sentido lo que dices. Si solo viera a 22 personas atentas a un balón y a una multitud de plebeyos sedientos de sangre, de gloria y derrota mezcladas, compartiría contigo que esto no es más que un festín romano.

Desde pequeño tuve contacto con el fútbol. Mi padre, hincha del Colo Colo junto a sus hermanos, quienes, por tradición, desde muy jóvenes iban a alentar a su equipo. Uno de mis recuerdos de pequeño es cuando mi padre me llevó a uno de los últimos partidos de Iván Zamorano en el Monumental: un triunfo del Colo. 6 a 4 ante el Audax Italiano de Claudio Borghi.

Cuando llegué a la básica, en específico a sexto año, no tenía club favorito, solo estimaba al Arsenal inglés porque, en mi Playstation 1, era el equipo que más usaba. Al mismo tiempo, empecé a practicar al arco. Creo que me sentía cómodo en esa posición, porque le tenía, y aún le tengo un poco, miedo a la pelota, a que me pudiera llegar de golpe a la cara. Ahora lo tengo más controlado, y sí, me han llegado muchos pelotazos al rostro.

Estuve tres años siendo huérfano de club. Hubo un tiempo que pensé en Cobreloa, club que le gustaba a mi abuelo paterno. Otro en Unión Española, otro en Audax Italiano, club que le gustaba a mi abuelo materno y, aunque de todos esos intentos obtuve estima por el Audax y por Palestino que conservo hasta el día de hoy, no me sentía conforme y seguía siendo un huérfano sin club.

Por un buen tiempo dejé de practicar para ser arquero; esta vez me obsesionó una promesa que me hicieron mis padres de un juguete de Buzz Lightyear si obtenía buenas notas entre séptimo y octavo. Quería tanto ese juguete que olvidé el fútbol; lo veía como un festín romano, nada más que 22 personas atentas a un balón. Ni siquiera me interesaba ver a la selección chilena, tanto así que tuve una pelea con mi padre por ver las semifinales del mundial sub-20 en Canadá, ese fatídico partido entre Argentina y Chile. Siempre he sentido que las derrotas posteriores de esa selección argentina, en las finales del mundial de Brasil 2014, en el 2015 en la Copa América en Chile y en la Copa Centenario de 2016, son parte de una justicia divina por lo sucedido en 2007. Quizá son aires exacerbados de nacionalismo, quién sabe.

Cuando llegué a la educación media aún era huérfano de equipo, aunque había vuelto a entrenar como arquero, y no fue porque el juguete que me habían prometido nunca llegó (debo admitir que, a esa altura, ya se me había olvidado), sino porque aún le tenía pavor al balón y sentía que siendo arquero podía tener control sobre ese miedo. Con mis amigos jugábamos en toda oportunidad que teníamos, ya fuera en las tardes de la semana o las mañanas y tardes de sábado. Luego de la iglesia los domingos, nos organizábamos para ver qué días íbamos a volver a jugar y qué días cumpliríamos con nuestras responsabilidades

Me estaba acostumbrando a la idea de ser un huérfano de equipo, aunque ya estaba volviendo a ver a la selección chilena. De esa época, el gol que más recuerdo, y que aun a pesar del tiempo lo veo tan nítido como aquel día, es el de Orellana a Argentina en la primera vez que Chile venció a este equipo en clasificatorias (la segunda sería la selección femenina en el 2018 con un contundente 4 a 0). Ese día volvíamos con mi hermana mayor de una clase en la iglesia y ella quiso pasar a comprar algo. Entramos y había un pequeño televisor. Cuando ella se acercó a la caja, se dio el gol. Todos en el local saltamos y gritamos, me acuerdo que me abracé con una señora que hacía poco nos había mirado feo, e incluso gritamos un viva Chile. Estaba tan feliz. Esa selección nos daría muchas más sorpresas.

Cuando empezaron mis clases, tuve de compañero de asiento a un hincha apasionado de la Universidad de Chile. Al principio me daba risa su afición absoluta, pero cuando me empezó a invitar a los partidos que hacía con los demás, me empezó a predicar del evangelio del Bulla. Me contaba de las proezas del Matador Salas, del Ballet Azul, de Walter Montillo, de Johnny Herrera y de Gokú Rivarola. Para ser honesto, aunque mi padre fuera del Colo Colo, nunca se me había venido a la mente la U. Solo tengo de recuerdos que mi abuela materna y unos vecinos son de ese equipo. Al final, fue tanta su devoción, y al ver que cada hincha de ese equipo rendía una pasión que no veía en los demás o quizás no quería ver, me declaré hincha hasta el día de hoy de Universidad de Chile, un amor que ha ido creciendo cada día.

El fútbol efectivamente es solo un deporte, pero es un deporte que me dio tantas hermosas experiencias, me hizo conocer gente maravillosa, nos hizo sentir la ilusión de ser campeones del mundo. El fútbol se trata de más que 22 personas atentas a un balón, se trata de toda una pasión, un sentimiento. Un verdadero arte que refleja los sueños de millones de personas cuando imaginan estar en esa cancha, jugando de visita, con todo el sistema jugando en su contra, cuando sienten que ni siquiera les ayuda el VAR. Esos momentos como cuando Gary Medel siguió jugando ante Brasil en los octavos del Mundial del 2014 porque cada partido, cada segundo, no tiene por qué ser una derrota, ni un empate. Puede ser una victoria y abrazarte con quien sea que esté a tu lado y sentirte parte de esa gloria, infinita gloria. Así debe sentirse que todos seamos ganadores.

Lo más divertido desde que me hice hincha de la U es ver el superclásico con mi padre, pues la casa se llena de cánticos que se cantan con pasión y sentimiento aunque solo sean entonados por una persona por equipo. Quizás no me pudo heredar el equipo, pero sí el amor por el fútbol. Y también, y en especial, que no importa cuanto dure ni cuanto cueste, pero en Chile sí podemos, en algún momento, tocar el cielo, solo debemos seguir luchando por hacer que la cancha sea pareja para todos.

Este relato es parte del Ciclo de Lecturas Deportivas. Puedes enviarnos tu escrito a contacto@revistaobdulio.org

Otras entradas de este ciclo:

19 de diciembre de 1971 – Roberto Fontanarrosa
El reposo del centrojás – Osvaldo Soriano
El penal más largo del mundo – Osvaldo Soriano
Amistad de tablón – Pamela Jáuregui Tobar
De Izquierdas – Salvador González
Cómo me hice escritor por «default» – Luis Sepúlveda
El gol histórico – Boris Sepúlveda

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