
Por Boris Sepúlveda Rivera
Creador de Justicia Divina
Cuando la agregué a Instagram, nunca pensé que terminaríamos en un bar del barrio Bellavista en una cita que me tuvo todo nervioso. La verdad es que nunca había tenido un encuentro con alguien que conocí en redes, pero ella tenía algo especial: era buena para conversar, sociable, risueña y llena de anécdotas que me atrapaban al celular. Ella estudiante universitaria, yo profesor de secundaria; ella hermosa, yo feo y medio pelado; ella joven, yo abrazando los treinta, lleno de miedos y deudas; ella con sueños, entusiasmo y proyectos. Pero ahí estábamos, conversando de la vida, tomando unas cervezas con nombres raros y tablas siúticas. A medida que pasaban los schop, el nerviosismo iba bajando y nos empezamos a relajar, la risa abundaba y todo se daba como por las redes sociales. Para qué andamos con cosas, la mujer me encantaba y quería puro llegar más allá.
Terminamos el tercer vaso, ya estábamos medios entonados y decidimos pasear por el forestal, buscar un lugar y fumarnos un cañito. Caminábamos entre los árboles, mientras seguía atento a sus historias universitarias de amores fugaces y materias reprobadas. Encontramos una banca y nos sentamos. Sacó de su mochila un bolsito donde tenía todos sus implementos. Mientras molía la yerba, me preguntó: “¿Tienes una anécdota buena de la época universitaria?”. Pensé un poco y recordé una de las más significativas para mí.
Corría el año 2012, la carrera de historia del pedagógico estaba en pleno campeonato interno de futbolito. Los partidos se daban cada viernes tras el término de las clases y la tabla estaba que ardía. Los mechones, con todo su talento y físico juvenil, iban en la punta, peleando punto a punto con los de tercer año, denominados «Querís Puro», quienes tenían dos jugadores crack que sin duda tenían pinta de futbolistas. Nosotros, los de cuarto, éramos los más fanáticos: cada partido lo vivíamos una semana antes, haciendo formaciones, observando a los rivales y estudiando sus refuerzos. El único problema era que teníamos escaso talento, todos los campeonatos terminábamos últimos o penúltimos. Ese año no habíamos ganado ni un partido y veníamos de una boleta con los mechones. Pero el viernes era el clásico. Nuestro equipo, llamado «Las Primas del Sur» en honor a las primas de un integrante del equipo que fueron muy cariñosas y fraternas con nosotros, contra «Querís Puro». O sea, los últimos contra un candidato al título, los crack contra los quesos, la magia contra el coraje. Todos sabían que los clásicos no se pierden; además, como siempre, tenían una historia y estadística especial, ya que si bien «Querís Puro» tenía el favoritismo, «Las Primas del Sur» jamás habían perdido un clásico en los tres años de enfrentamientos. No sabemos cómo, pero siempre sacábamos la fuerza de donde fuera, o el talento, y ganábamos, o empatábamos. Todo esto hacía que «Querís Puro» viera este partido como su posibilidad de cortar la mala racha.
Estábamos con la moral caída. La boleta con los mechones nos había dejado heridos; ciertos quiebres internos y la decepción de nuestra hinchada nos hacían perder las esperanzas. A eso debíamos sumar que uno de nuestros delanteros, fundador del club y gran amigo, el Checho, llevaba meses lesionado con un esguince que jamás trató y que lo tenía fuera de las canchas. Así, los días pasaban y las apuestas no estaban con nosotros; los de tercero nos veían y las burlas venían con todo: la confianza claramente estaba con ellos.
El día del partido, las clases terminaban a eso de la una de la tarde y poco a poco nos fuimos reuniendo fuera de Historia. Estábamos con solo un jugador para el cambio, otro mal antecedente. Caminamos hacia los camarines y nos topamos con los rivales que estaban cambiándose. Nos saludamos y las tallas empezaron a circular: que traigan un saco para los goles, que caía la maldición y mil cosas más. Nosotros solo nos reíamos. Es en ese clima cuando ocurre algo especial: llegó el Checho equipado para jugar. Todos lo abrazamos y empezamos a preguntarle si estaba en condiciones. Nos dijo que al menos unos minutos, que no se podía perder el clásico y que, como fuera, quería estar ahí con nosotros. Nos alentó a darlo todo, si el Checho lesionado y sin fútbol quería jugar, el resto debía dar el alma. Los rivales se rieron de él. Uno de sus defensas, apodado como Carnicero -un tipo que superaba el metro ochenta y con fama de sanguinario- le dijo que lo iba a bajar y sacar del partido. El Checho sólo se rió.
Empezó el partido y todos los estudiantes de la carrera se juntaron en la cancha; el público nos apoyaba por ser el equipo más débil. Los primeros minutos del encuentro fueron disputados, no hubo ocasiones claras de gol y el empate parecía que se mantendría hasta el fin del primer tiempo. El Checho se quedó conmigo en la banca -yo preferí jugar el segundo tiempo cuando todo está más ordenado-; él gritaba y me ayudaba a dirigir desde el límite de la cancha. Todos sabíamos que no estaba para jugar todo el encuentro, si hasta tenía una leve cojera. Entonces me dijo: «cuando falten cinco minutos, me metes a la cancha». Yo me quedé pensando que era mejor guardarlo para el segundo tiempo, sin embargo acepté la sugerencia. Pasaban los minutos y nada: uno que otro tiro de esquina nos habían puesto un poco en riesgo, pero nada de goles. Vi el reloj: faltaban 4 minutos. Pedí el cambio, salió el Lucas y entró el Checho cojeando, lo que provocó risas y burlas del público. No había llevado zapatos de fútbol, por lo que se puso los mismos del jugador que salió. Se paró en mitad de la cancha mientras Las Primas contenían el ataque rival.
En este instante, la pelota fue sacada por Las Primas, le dieron el pase al Checho y este corrió hacia el área rival. Solo tenía al Carnicero frente a él; de ahí, el arco. Las esperanzas estaban con el Checho. Corrió con su leve cojera conduciendo el balón, el Carnicero salió a su encuentro con todo, le había prometido en el camarín que lo bajaría. Todos pensamos que lo iba a quebrar, que era su última jugada, pero no supimos cómo pasó la pelota por entre las piernas del Carnicero, quien pasó de largo, y el Checho por el costado siguió corriendo con su cojera. El público quedó con la boca abierta. Nosotros no lo podíamos creer. Checho siguió corriendo unos metros y le pegó con todo al arco. La pelota fue hacia el arquero cuando una champa elevó un poco el balón, pasó sobre el Chapa, apodo que tenía el arquero rival, y entró al arco. Gol de Las Primas. La alegría explota. Recuerdo que entré a la cancha y abracé al Checho, no lo podíamos creer, no había perdido la magia, el talento seguía ahí. Todos gritábamos, era el empujón que hacía falta, la garra hecha persona. Los rivales se reprochaban, encaraban al Carnicero y este comía del sabor amargo de la humillación. El cojo, el lisiado, le hizo un hoyito y metió un golazo. El árbitro terminó el primer tiempo y nos reunimos en un costado a celebrar y descansar.
El caño ya estaba prendido y la compañera no paraba de reír al escuchar la historia. No creía que el Checho hubiera hecho eso. Me preguntó si quería fumar, asentí y me mandé una quemada que me dejó un poco seca la garganta. Se lo devolví y continué la historia.
El segundo tiempo fue de infarto. Ellos se fueron con todo, no pararon de atacar, sus jugadores más destacados apilaban defensas, pero no podían encontrar el gol. Varios palos lo impidieron. Nuestro arquero voló muchas veces y estábamos casi todos atrás. Al medio tiempo, el Checho pidió el cambio para salir y se puso a dirigir. Yo ya estaba dentro de la cancha intentando aportar o, mejor dicho, estorbar al rival. La desesperación en ellos crecía, no podían creer que, nuevamente, otro año, no iban a poder ganarle a Las Primas, los mismos que estaban en el fondo de la tabla. Los minutos pasaban y el Checho no paraba de gritar. Sabía que si nos llevábamos el triunfo, la celebración iba a ser hasta tarde, que las cervezas correrían y el baile terminaría cuando los guardias nos echaran. Pero el destino nos quería hacer sufrir: un jugador de ellos desbordó por la izquierda y sacó un centro de altura media. Toda la defensa de Las Primas saltó, pero un delantero rival ganó el cabezazo que fue directo al arco. Nuestro golero se estiró con todo y solo logró pinchar la pelota. Cambió un poco su trayecto, chocó con el palo y volvió al área. Nos tiramos con todo y la pateamos para el otro lado. Respiramos, nos miramos y le dijimos al arquero: «nos salvaste, hueón«.
El árbitro, un cabro de segundo, se rió. No lo podía creer: Las Primas hoy están de suerte. Miró su reloj y, como ya se había cumplido el tiempo, tocó su silbato. Gritamos y nos abrazamos, todos habíamos pensado que perdíamos, ni en sueños creíamos lo contrario, pero lo más hermoso es que fue con un gol del Checho, el mismo que fundó este club con siete jóvenes que soñaban ser profesores de historia. Que contra todas las burlas del resto, contra los informes médicos y los temores de agravar la lesión, estuvo ahí, apoyó, jugó y aportó con su talento y garra. Sin duda, ese gol se transformó en el más recordado del club, en una leyenda, en el gol histórico.
La compañera me miró sorprendida. Había una sonrisa hermosa en su cara, sus labios rojos tenían una curva que me atrapaba y sus ojos se veían brillantes en la oscuridad del Forestal. Me dijo que tengo un talento para contar historias. Sonreí, ella se acercó y me dio un beso que sin duda nunca olvidaré, igual que la historia que acaban de leer.
Este relato es parte del Ciclo de Lecturas Deportivas. Puedes enviarnos tu escrito a contacto@revistaobdulio.org
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