
Hoy se cosecha lo que hemos sembrado durante décadas. Los que se mancharon las manos con sangre y quienes los instaron a salir hace cuarenta años, hoy defienden los vestigios del modelo como si en ello se les fuera la vida. Desde todos sus flancos. Pero nos cansamos. Nos cansamos de sueldos de miseria y de pensiones de miseria. De transportarnos miserablemente a trabajos precarios o a los establecimientos educativos deficientes que nos ofrecen. Nos cansamos de que ese oasis latinoamericano sea solo para aquellos que nacieron pudiendo pagar. Más que oasis, es un espejismo.
Porque a ellos no les importamos. Nuestra dignidad, nuestra vida misma no vale. La respuesta política va en esa dirección, la de que nada importa y nada entienden. Anuncian, como si fuera la panacea, reducir los 30 pesos de alza en el transporte público capitalino que gatillaron las evasiones masivas hace algunos días, y con ello dejan de manifiesto que desconocen dos cosas. Primero, que esto no tiene que ver con el alza del pasaje, sino con la falta de dignidad con la que nos hacen vivir; y segundo, que esta solución no va a ayudar en nada a las regiones que están también en lucha. Si la respuesta fuera tan sencilla, ¿cuál sería el beneficio, en la práctica, de la baja en las tarifas del Transantiago para las y los habitantes de Concepción, Valparaíso o Coquimbo que también se ponen de pie? Quien nunca ha sido pueblo, no puede pensar como el pueblo.
Por las calles del país corren balas para defender la propiedad de los grandes empresarios del retail, quienes hoy, además, hacen gala de su trato preferencial en el palacio de gobierno para mostrar su descontento con la situación actual. Los negocios y la producción son lo primero, la gente viene después, mucho después. Y para ellos no somos más que violentistas, porque la única violencia, a sus ojos, es la que se ejerce contra la propiedad privada. La sistémica, aquella invisibilizada y hasta aceptada, es parte de las reglas con las que se enriquecen.
Pero no es solo la clase política ni la empresarial. El discurso miope de violencia es algo que se ve amparado también desde los medios de comunicación. Mientras jóvenes, niñas y niños eran apaleados en las poblaciones, los medios profesaban su amor a la propiedad de los poderosos, de las transnacionales. El mensaje es claro: importa más la oferta de una lavadora a 12 cuotas en una vitrina del retail que la dignidad de la gente a la que no le alcanza para comer. Importa más el derecho de explotar a través del capital que la dignidad de quienes son explotados para su creación. Los medios, como todos los grandes conglomerados, velando por los intereses de la clase opresora.
Santiago se quema. Chile arde. Desde hace décadas. Pero nos cansamos. El eje de este modelo es la producción y el consumo; nuestras acciones contra ello también son políticas, lo hayamos interiorizado o no. Todos juntos, trabajador con conciencia de clase y lumpenproletariado, todos somos parte de la masa explotada. Y somos más, así lo demostramos y así lo seguiremos demostrando. Somos más y no podrán.
¿Y hasta dónde llegaremos? Hay mucho por avanzar. El modelo mercantil ha penetrado hasta los cimientos. No tenemos derechos, solo un supuesto acceso a ellos -que no es tal, pues, en este país tan desigual y de poca movilidad, depende necesariamente de las condiciones contextuales de origen de cada persona. Salud, educación, previsión, transporte, trabajo. Todos derechos precarizados y sujetos a las leyes del mercado y designios del empresariado. Y también, además, el deporte. La privatización de los clubes, el cierre de los espacios sociales que subyacían a estos territorios y la eliminación, en la práctica, del concepto de deporte como parte necesaria para una vida completa. Desligarlo de los ámbitos de salud, de educación y de desarrollo social para transformarlo en un negocio espectáculo. Impedirnos a nosotrxs mismos moldear nuestros espacios. Esa es, también, parte del amargo triunfo de ellos, de esos otros.
Pero aquí también estamos despertando. Los movimientos en contra de la privatización del deporte son cada vez más amplios y tienen cada vez más fuerza. El antifascismo, el feminismo, el antirracismo, el cooperativismo, todas son banderas que han sido apropiadas por organizaciones que no solo no desconocen, sino que reivindican el rol social y político que tiene el deporte. Porque todos tenemos intereses en él, sea en mayor o menor medida. ¿Cuántas personas, por ejemplo, se declaran hinchas de algún equipo de fútbol profesional? ¿Cuántos se juntan los fines de semana a compartir una pichanga y un asado? ¿Eso no es deporte? ¿No es el deporte una forma de socialización, acaso? ¿Y no es esta socialización, también, una forma de hacer política? ¿De decir que aquí estamos, de decir que esto queremos?
El deporte, digan lo que nos digan, es de todos. Pero hoy no está en manos de todos, está en manos de muy pocos, como el agua, como las pensiones, como la salud, como la política, como Chile. Pero Chile, hoy lo vemos, despertó. Se dio cuenta de que, uniéndonos todxs las y los explotados, somos más y no podemos perder. Como escribió Sergio Ortega hace cincuenta años: “ahora el pueblo se alza en la lucha, con voz de gigante, gritando: ¡adelante!”
Tenemos colores distintos, pero a todos, sin excepción, nos pisotean. Es hora de que despertemos nosotros también. Nuestras banderas y consignas también son de todos. Somos más, muchos más. El pueblo ya nos lo enseñó.